martes, 2 de enero de 2018
MATAR A UN RUISEÑOR DE LEE HARPER ....POR RITA AMODEI
Harper Lee Matar a un ruiseñor
ÍNDICE
PRIMERA PARTE
Capítulo 1................................................. 3
Capítulo 2................................................. 11
Capítulo 3................................................. 16
Capítulo 4.................................................24
Capítulo 5................................................. 31
Capítulo 6................................................. 37
Capítulo 7................................................. 44
Capítulo 8................................................. 48
Capítulo 9................................................. 57
Capítulo 10............................................... 68
Capítulo 11............................................... 76
SEGUNDA PARTE
Capítulo 12............................................... 87
Capítulo 13............................................... 96
Capítulo 14...............................................101
Capítulo 15...............................................109
Capítulo 16...............................................117
Capítulo 17...............................................125
Capítulo 18...............................................135
Capítulo 19...............................................144
Capítulo 20...............................................152
Capítulo 21...............................................156
Capítulo 22...............................................160
Capítulo 23...............................................164
Capítulo 24...............................................172
Capítulo 25...............................................179
Capítulo 26...............................................182
Capítulo 27...............................................186
Capítulo 28...............................................190
Capítulo 29...............................................200
Capítulo 30...............................................203
Capítulo 31...............................................207
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PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Cuando se acercaba a los trece años, mi hermano Jem sufrió una peligrosa fractura del brazo, a
la altura del codo. Cuando sanó, y sus temores de que jamás podría volver a jugar fútbol se
mitigaron, raras veces se acordaba de aquel percance. El brazo izquierdo le quedó algo más corto
que el derecho; si estaba de pie o andaba, el dorso de la mano formaba ángulo recto con el cuerpo,
el pulgar rozaba el muslo. A Jem no podía preocuparle menos, con tal de que pudiera pasar y chutar.
Cuando hubieron transcurrido años suficientes para examinarlos con mirada retrospectiva, a
veces discutíamos los acontecimientos que condujeron a aquel accidente. Yo sostengo que Ewells
fue la causa primera de todo ello, pero Jem, que tenía cuatro años más que yo, decía que aquello
empezó mucho antes. Afirmaba que empezó el verano que Dill vino a vernos, cuando nos hizo
concebir por primera vez la idea de hacer salir a Boo Radley.
Yo replicaba que, puestos a mirar las cosas con tanta perspectiva, todo empezó en realidad con
Andrew Jackson. Si el general Jackson no hubiera perseguido a los indios creek valle arriba, Simon
Finch nunca hubiera llegado a Alabama. ¿Dónde estaríamos nosotros entonces?
Como no teníamos ya edad para terminarla discusión a puñetazos, decidimos consultar a Atticus.
Nuestro padre dijo que ambos teníamos razón.
Siendo del Sur, constituía un motivo de vergüenza para algunos miembros de la familia el hecho
de que no constara que habíamos tenido antepasados en uno de los dos bandos de la Batalla de
Hastings. No teníamos más que a Simon Finch, un boticario y peletero de Cornwall, cuya piedad
sólo cedía el puesto a su tacañería. En Inglaterra, a Simon le irritaba la persecución de los
sedicentes metodistas a manos de sus hermanos más liberales, y como Simon se daba el nombre de
metodista, surcó el Atlántico hasta Filadelfia, de ahí pasó a Jamaica, de ahí a Mobile y de ahí subió
a Saint Stephens. Teniendo bien presentes las estrictas normas de John Wesley sobre el uso de
muchas palabras al vender y al comprar, Simon amasó una buena suma ejerciendo la Medicina, pero
en este empeño fue desdichado por haber cedido a la tensión de hacer algo que no fuera para la
mayor gloria de Dios, como por ejemplo, acumular oro y otras riquezas. Así, habiendo olvidado lo
dicho por su maestro acerca de la posesión de instrumentos humanos, compró tres esclavos y con su
ayuda fundó una heredad a orillas del río Alabama, a unas cuarenta millas más arriba de Saint
Stephens. Volvió a Saint Stephens una sola vez, a buscar esposa, y con ésta estableció una dinastía
que empezó con un buen número de hijas. Simon vivió hasta una edad impresionante y murió rico.
Era costumbre que los hombres de la familia se quedaran en la hacienda de Simon,
Desembarcadero de Finch, y se ganasen la vida con el algodón. La propiedad se bastaba a sí misma.
Aunque modesto si se comparaba con los imperios que lo rodeaban, el Desembarcadero producía
todo lo que se requiere para vivir, excepto el hielo, la harina de trigo y las prendas de vestir, que le
proporcionaban las embarcaciones fluviales de Mobile.
Simon habría mirado con rabia imponente los disturbios entre el Norte y el Sur, pues éstos
dejaron a sus descendientes despojados de todo menos de sus tierras; a pesar de lo cual la tradición
de vivir en ellas continuó inalterable hasta bien entrado el siglo XX, cuando mi padre, Atticus
Finch, se fue a Montgomery a aprender leyes, y su hermano menor a Boston a estudiar Medicina.
Su hermana Alexandra fue la Finch que se quedó en el Desembarcadero. Se casó con un hombre
taciturno que se pasaba la mayor parte del tiempo tendido en una hamaca, junto al río,
preguntándose si las redes de pescar tendrían ya su presa.
Cuando mi padre fue admitido en el Colegio de Abogados, regresó a Maycomb y se puso a
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ejercer su carrera. Maycomb, a unas veinte millas al este del Desembarcadero de Finch, era la
capital del condado de su mismo nombre. La oficina de Atticus en el edificio del juzgado contenía
poco más que una percha para sombreros, un tablero de damas, una escupidera y un impoluto
Código de Alabama. Sus dos primeros clientes fueron las dos últimas personas del condado de
Maycomb que murieron en la horca. Atticus les había pedido con insistencia que aceptasen la
generosidad del Estado al concederles la gracia de la vida si se declaraban culpables, confesándose
autores de un homicidio en segundo grado, pero eran dos Haverford, un nombre que en el condado
de Maycomb es sinónimo de borrico. Los Haverford habían despachado al herrero más importante
de Maycomb por un malentendido suscitado por la supuesta retención de una yegua. Fueron lo
suficiente prudentes para realizar la faena delante de tres testigos y se empeñaron en que “el hijo de
mala madre se lo había buscado” y que ello era defensa sobrada para cualquiera. Se obstinaron en
declararse no culpables de asesinato en primer grado, de modo que Atticus pudo hacer poca cosa
por sus clientes, excepto estar presente cuando los ejecutaron, ocasión que señaló, probablemente,
el comienzo de la profunda antipatía que sentía mi padre por el cultivo del Derecho Criminal.
Durante los primeros cinco años en Maycomb, Atticus practicó más que nada la economía;
luego, por espacio de otros varios años empleó sus ingresos en la educación de su hermano. John
Hale Finch tenía diez años menos que mi padre, y decidió estudiar Medicina en una época en que
no valía la pena cultivar algodón. Pero en seguida que tuvo a tío Jack bien encauzado, Atticus
cosechó unos ingresos razonables del ejercicio de la abogacía. Le gustaba Maycomb, había nacido y
se había criado en aquel condado; conocía a sus conciudadanos, y gracias a la laboriosidad de
Simon Finch, Atticus estaba emparentado por sangre o por casamiento con casi todas las familias de
la ciudad.
Maycomb era una población antigua, pero cuando yo la conocí por primera vez era, además, una
población antigua y fatigada. En los días lluviosos las calles se convertían en un barrizal rojo; la
hierba crecía en las aceras, y, en la plaza, el edificio del juzgado parecía desplomarse. De todas
maneras, entonces hacía más calor; un perro negro sufría en un día de verano; unas mulas que
estaban en los huesos, enganchadas a los carros Hoover, espantaban moscas a la sofocante sombra
de las encinas de la plaza. A las nueve de la mañana, los cuellos duros de los hombres perdían su
tersura. Las damas se bañaban antes del mediodía, después de la siesta de las tres... y al atardecer
estaban ya como pastelillos blandos con incrustaciones de sudor y talco fino.
Entonces la gente se movía despacio. Cruzaba cachazudamente la plaza, entraba y salía de las
tiendas con paso calmoso, se tomaba su tiempo para todo. El día tenía veinticuatro horas, pero
parecía más largo. Nadie tenía prisa, porque no había adonde ir, nada que comprar, ni dinero con
qué comprarlo, ni nada que ver fuera de los limites del condado de Maycomb. Sin embargo, era una
época de vago optimismo para algunas personas: al condado de Maycomb se le dijo que no había de
temer a nada, más que a si mismo.
Vivíamos en la mayor calle residencial de la población, Aticcus, Jem y yo, además de Calpurnia,
nuestra cocinera. Jem y yo hallábamos a nuestro padre plenamente satisfactorio: jugaba con
nosotros, nos leía y nos trataba con un despego cortés.
Calpurnia, en cambio, era otra cosa distinta. Era toda ángulos y huesos, miope y bizca; tenía la
mano ancha como un madero de cama, y dos veces más dura. Siempre me ordenaba que saliera de
la cocina, y me preguntaba por qué no podía portarme tan bien como Jem, aun sabiendo que él era
mayor, y me llamaba cuando yo no estaba dispuesta a volver a casa. Nuestras batallas resultaban
épicas y con un solo final. Calpurnia vencía siempre, principalmente porque Atticus siempre se
ponía de su parte. Estaba con nosotros desde que nació Jem, y yo sentía su tiránica presencia desde
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que me alcanzaba la memoria.
Nuestra madre murió cuando yo tenía dos años, de modo que no notaba su ausencia. Era una
Graham, de Montgomery. Atticus la conoció la primera vez que le eligieron para la legislatura del
Estado. Era entonces un hombre maduro; ella tenía quince años menos. Jem fue el fruto de su
primer año de matrimonio; cuatro años después nací yo, y dos años más tarde mamá murió de un
ataque cardíaco repentino. Decían que era cosa corriente en su familia. Yo no la eché de menos,
pero creo, que Jem, sí. La recordaba claramente; a veces, a mitad de un juego daba un prolongado
suspiro, y luego se marchaba a jugar solo detrás de la cochera. Cuando estaba así, yo tenía el buen
criterio de no molestarle.
Cuando yo estaba a punto de cumplir seis años y Jem se acercaba a los diez, nuestros límites de
verano (dentro del alcance de la voz de Calpurnia) eran la casa de mistress Henry Lafayette Dubose,
dos puertas al norte de la nuestra, y la Mansión Radley, tres puertas hacia el sur. Jamás sentimos la
tentación de traspasarlos. La Mansión Radley la habitaba un ente desconocido, la mera descripción
del cual nos hacía portar bien durante días sin fin. Mistress Dubose era el mismísimo infierno.
Aquel verano vino Dill.
Una mañana temprano, cuando empezábamos nuestra jornada de juegos en el patio trasero, Jem
y yo oímos algo allí al lado, en el tramo de coles forrajeras de miss Rachel Haverford. Fuimos hasta
la valla de alambre para ver si era un perrito –la caza-ratones de miss Rachel había de tenerlos– y en
lugar de ello encontramos a un sujeto que nos miraba. Sentado en el suelo no alzaba mucho más que
las coles. Le miramos fijamente hasta que habló.
–Eh, tú –contestó Jem , amablemente.
–Soy Charles Baker Harry –dijo el otro–. Sé leer.
–¿Y qué? –dije yo.
–He pensado nada más que os gustaría saber que sé leer. Si tenéis algo que sea preciso leer, yo
puedo encargarme...
–¿Cuántos años tienes? –le preguntó Jem–. ¿Cuatro y medio?
–Voy por los siete.
–Entonces, no te ufanes –replicó Jem, señalándome con el pulgar–. Ahí Scout lee desde que
nació, y ni siquiera ha empezado a ir a la escuela. Estás muy canijo para andar hacia los siete años.
–Soy pequeño, pero soy mayor –dijo el forastero.
Jem se echó el cabello atrás para mirarle mejor.
–¿Por qué no pasas a este lado, Charles Baker Harry? –dijo–. ¡Señor, qué nombre!
–No es más curioso que el tuyo. Tía Rachel dice que te llamas Jeremy Atticus Finch.
Jeremy puso mal talante.
–Yo soy bastante alto para estar a tono con mi nombre –replicó–: El tuyo es más largo que tú.
Apuesto a que tiene un pie más que tú.
–La gente me llama Dill –dijo Dill, haciendo esfuerzos por pasar por debajo de la valía.
–Te irá mejor si pasas por encima, y no por debajo –le dije–. ¿De dónde has venido?
Dill era de Meridian, Mississippi, pasaba el verano con su tía, miss Rachel, y en adelante pasaría
todos los veranos en Maycomb. Su familia era originaria de nuestro condado, su madre trabajaba
para un fotógrafo en Meridian, y había presentado el retrato de Dill en un concurso de niños guapos,
ganando cinco dólares. Este dinero se lo dio a él, y a Dill le sirvió para ir veinte veces al cine.
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–Aquí no hay exposiciones de retratos, excepto los de Jesús, en el juzgado, a veces –explicó
Jem–. ¿Viste alguna vez algo bueno?
Dill había visto Drácula, declaración que impulsó a Jem a mirarle con un principio de respeto.
–Cuéntanosla –le dijo.
Dill era una curiosidad. Llevaba pantalones cortos azules de hilo abrochados a la camisa, tenía el
cabello blanco como nieve y pegado a la cabeza lo mismo que si fuera plumón de pato. Me
aventajaba en un año, en edad, pero yo era un gigante a su lado. Mientras nos relataba la vieja
historia, sus ojos azules se iluminaban y se oscurecían; tenía una risa repentina y feliz, y solía tirarse
de un mechón de cabello que le caía sobre el centro de la frente.
Cuando Dill hubo dejado a Drácula hecho polvo y Jem dijo que la película parecía mejor que el
libro, yo le pregunté al vecino dónde estaba su padre.
–No nos dices nada de él.
–No tengo.
–¿Ha muerto?
–No...
–Entonces, si no ha muerto, lo tienes, ¿verdad?
Dill se sonrojó, y Jem me dijo que me callase, signo seguro de que, después de estudiarle, le
había hallado aceptable. Desde aquel momento el verano transcurrió en una diversión que llenaba
todos nuestros días. Tal diversión cotidiana consistía en mejorar nuestra caseta, sostenida por dos
cinamomos gemelos gigantes del patio trasero, en promover alborotos y en repasar nuestra lista de
dramas basados en las obras de Oliver Optic, Víctor Appleton y Edgar Rice Burroughs. Para este
asunto fue una suerte contar con Dill, el cual representaba los papeles que antes me asignaban a mí:
el mono de Tarzán, mister Crabtree en The Rover Boys, míster Damon en Tom Swift. De este modo
llegamos a considerar a Dill como a un Merlín de bolsillo, cuya cabeza estaba llena de planes
excéntricos, extrañas ambiciones y fantasías raras.
Pero a finales de agosto nuestro repertorio se habla vuelto soso a causa de innumerables
representaciones, y entonces fue cuando Dill nos dio la idea de hacer salir a Boo Radley.
La Mansión Radley le fascinaba. A despecho de todas nuestras advertencias y explicaciones, le
atraía como la luna atrae el agua, pero no le atraía más allá del poste de la farola de la esquina, a una
distancia prudencial de la puerta de los Radley. Allí se quedaba, rodeando el grueso poste con el
brazo, mirando y haciendo conjeturas.
La Mansión Radley se combaba en una cerrada curva al otro lado de nuestra casa. Andando
hacia el sur, uno se hallaba de cara al porche donde la acera hacía un recodo y corría junto a la
finca. La casa era baja, con un espacioso porche y persianas verdes; en otro tiempo había sido
blanca, pero hacia mucho que habla tomado el tono oscuro, gris-pizarroso, del patio que la rodeaba.
Unas tablas consumidas por la lluvia descendían sobre los aleros de la galería; unos robles cerraban
el paso a los rayos del sol. Los restos de una talanquera formaban como una guardia de borrachos
en el patio de la fachada –un patio “barrido” que no se barría jamás–, en el que crecían en
abundancia la “hierba johnson” y el “tabaco de conejo”.
Dentro de la casa vivía un fantasma maligno. La gente decía que existía, pero Jem y yo no lo
habíamos visto nunca. Decían que salía de noche, después de ponerse la luna, y espiaba por las
ventanas. Cuando las azaleas de la gente se helaban, en una noche fría, era porque el fantasma les
había echado el aliento. Todos los pequeños delitos furtivos cometidos en Maycomb eran obra suya.
En una ocasión, la ciudad vivió aterrorizada por una serie de mórbidos acontecimientos:
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encontraban pollos y animales caseros mutilados, y aunque el culpable era Addie, “el loco”, quien
con el tiempo se suicidó ahogándose en el Remanso de Barker, la gente seguía fijando la mirada en
la Mansión Radley, resistiéndose a desechar sus primeras sospechas. Un negro no habría pasado por
delante de la Mansión Radley de noche, pues es seguro que cruzaría hasta la acera opuesta y no
cesaría de silbar mientras caminaba. Los patios de la escuela de Maycomb lindaban con la parte
trasera de la finca Radley; desde el gallinero de los Radley, altos nogales de la variedad llamada allí
“pecani” dejaban caer sus frutos dentro del patio, pero los niños no tocaban ni una sola de aquellas
nueces: las nueces de Radley le habrían matado a uno. Una pelota que fuese a parar al patio de los
Radley era una pelota perdida, y no se hablaba más del asunto.
La desgracia de aquella casa empezó muchos años antes de que naciésemos Jem y yo. Los
Radley, bien recibidos en todas partes de la ciudad, se encerraban en su casa, gusto imperdonable en
Maycomb. No iban a la iglesia, la diversión principal de Maycomb, sino que celebraban el culto en
casa. Mistress Radley pocas veces o nunca cruzaba la calle para gozar del descanso del café de
media mañana con las vecinas, y ciertamente jamás intervino en ningún círculo misional. Mister
Radley iba a la ciudad todas las mañanas a las once treinta y volvía prestamente a las doce, trayendo
a veces una bolsa de papel pardo que los vecinos suponían que contenía las provisiones de la
familia. Jamás supe cómo se ganaba la vida el viejo Radley –Jem decía que “compraba algodón”
una manera fina de decir que no hacía nada–, aunque míster Radley y su esposa vivían allí con sus
dos hijos desde mucho antes de lo que la gente podía recordar.
Los domingos, las persianas y las puertas de la casa de los Radley permanecían cerradas, otro
detalle ajeno a los usos de Maycomb, donde las puertas cerradas significaban enfermedad o tiempo
frío, únicamente. De todos los días, los domingos eran los preferidos para ir de visita, por la tarde.
Las señoras llevaban corsés; los hombres, chaquetas, y los niños zapatos. Pero subir los peldaños de
la fachada de los Radley y gritar: “¡Eh!” una tarde de domingo, era cosa que los vecinos no hacían
nunca. La casa de los Radley no tenía puertas vidrieras. Una vez pregunté a Atticus si las había
tenido alguna vez; Atticus me dijo que sí, pero antes de nacer yo.
Según la leyenda de la vecindad, cuando el joven Radley estaba en la adolescencia trabó
relación con algunos Cuninghams, de Oíd Sarum, un enorme y confuso clan que vivía en la parte
norte del condado, y formaron la cosa más aproximada a una banda que se haya visto jamás en
Maycomb. Sus actividades no eran muchas, pero sí las suficientes para que la ciudad hablase de
ellos y les advirtieran públicamente desde tres púlpitos: se les veía por los alrededores de la
barbería; los domingos marchaban con el autobús a Abbottsville y se iban al cine; frecuentaban los
bailes y el infierno de juego del condado, a la orilla del río: la Posada y Campamento Pesquero Gota
de Rocío; hacían experimentos con whisky de contrabando. En Maycomb nadie tuvo el coraje
suficiente para informar a míster Radley de que su hijo iba en mala compañía.
Una noche, llevados por un consumo excesivo de licor fuerte, los muchachos corrieron por la
plaza en un automóvil pequeño que les habían prestado, se resistieron a dejarse detener por el
anciano alguacil de Maycomb, mister Conner, y le encerraron en el pabellón exterior del edificio del
juzgado. La ciudad decidió que había que hacer algo. Míster Conner dijo que los había reconocido a
todos, sin faltar uno, y estaba resuelto y determinado a que no escaparan de aquélla. De modo que
los muchachos tuvieron que presentarse ante el juez, acusados de conducta desordenada, alteración
de la tranquilidad pública, asalto y violencia, y de usar un lenguaje insultante e inmoral en presencia
de una hembra. El juez le preguntó a míster Conner por qué incluía la última acusación, y éste
contestó que blasfemaban con voz tan fuerte que estaba seguro de que todas las damas de Maycomb
les habían oído. El juez decidió enviarlos a la escuela industrial de Maycomb, adonde enviaban a
veces a otros muchachos con el solo objeto de procurarles alimento y un albergue decente: la
escuela industrial no era una cárcel, ni una deshonra. Pero míster Radley creyó que si lo era. Si el
juez ponía en libertad a Arthur, míster Radley se encargaría de que no diese nunca motivos de queja.
Sabiendo que la palabra de míster Radley era una escritura, el juez aceptó con placer.
Los otros muchachos estuvieron en la escuela industrial y recibieron la mejor enseñanza
secundaria que se podía recibir en el Estado; con el tiempo, uno de ellos se abrió paso hasta la
escuela de ingenieros de Autburn. Las puertas de la casa de los Radley se cerraron los días de entre
semana lo mismo que los domingos, y al hijo de míster Radley no se le vio durante quince años.
Pero vino un día, que Jem apenas recordaba, en que varias personas –pero Jem no– vieron y
oyeron a Boo Radley. Mi hermano decía que Atticus nunca hablaba mucho de los Radley. Si él le
preguntaba algo, Atticus se limitaba a contestarle que se ocupase de sus propios asuntos y dejase
que los Radley cuidasen de los de ellos, que estaban en su derecho; pero cuando llegó el día aquel,
decía Jem, Atticus meneó la cabeza y dijo:
–Hummm, hummm, hummm.
Así pues, Jem recibió la mayor parte de los informes que poseía de miss Stephanie Crawford,
una arpía de la vecindad que decía conocer todo el caso. Según miss Stephanie, Boo estaba sentado
en la sala recortando unas ilustraciones de The Maycomb Tribune para pegarlas en su álbum. Su
padre entró en el cuarto. Cuando míster Radley pasó por delante, Boo le hundió las tijeras en la
pierna, las sacó, se las limpió en los pantalones y se entregó de nuevo a su ocupación.
Mistress Radley salió corriendo a la calle y se puso a gritar que Arthur les estaba matando a
todos, pero cuando llegó el sheriff encontró a Boo sentado todavía en la sala recortando la Tríbune.
Tenía entonces treinta y tres años.
Miss Stephanie contaba que cuando le indicaron que una temporada en Tuscabosa quizá
remediaría a Boo, míster Radley dijo que ningún Radley iría jamás a un asilo. Boo no estaba loco,
lo que ocurría era que en ocasiones tenía el genio vivo. Estaba bien que se le encerrase, concedió
míster Radley, pero insistió en que no se le acusara de nada; no era un criminal. El sheriff no tuvo el
valor de meterlo en un calabozo en compañía de negros, con lo cual Boo fue encerrado en los
sótanos del edificio del juzgado.
El nuevo paso de Boo desde los sótanos a su casa quedaba muy nebuloso en el recuerdo de Jem.
Miss Stephanie dijo que alguno del concejo de la ciudad había advertido a míster Radley que si no
se llevaba a Boo, éste moriría del reúma que le produciría la humedad. Por otra parte, Boo no podía
seguir viviendo siempre de la munificencia del condado.
Nadie sabía qué forma de intimidación empleó míster Radley para mantener a Boo fuera de la
vista, pero Jem se figuraba que le tenía encadenado a la cama la mayor parte del tiempo. Atticus
dijo que no, que no era eso, que había otras maneras de convertir a las personas en fantasmas.
Mi memoria recogía ávidamente la imagen de mistress Radley abriendo de tarde en tarde la
puerta de la fachada para salir hasta la orilla del porche a regar sus cannas. En cambio Jem y yo
velamos a míster Radley yendo y viniendo de la ciudad. Era un hombre delgado y correoso con
unos ojos incoloros, tan incoloros que no reflejaban la luz. Tenía unos pómulos agudos y la boca
grande, con el labio superior delgado y el inferior carnoso. Miss Stephanie Crawford decía que era
tan recto que tomaba la palabra de Dios como su única ley, y nosotros la creíamos, porque míster
Radley andaba tieso como una baqueta.
Jamás nos hablaba. Cuando pasaba, bajábamos los ojos al suelo y decíamos:
–Buenos días, señor.
Y él, en respuesta, tosía.
El hijo mayor de míster Radley vivía en Pensacola; tenía a su casa por Navidad, y era una de las
pocas personas a las que veíamos entrar y salir de la vivienda. Desde el día en que míster Radley se
llevó a Arthur a casa, la gente dijo que aquella mansión había muerto.
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Pero vino el día en que Atticus nos dijo que nos castigaría seriamente si hacíamos el menor
ruido en el patio, y comisionó a Calpurnia para que le sustituyese en su ausencia, si desobedecíamos
la orden. Míster Radley estaba agonizando.
Se tomó su tiempo para morir. A cada extremo de la finca de los Radley colocaron caballetes de
madera, cubrieron la acera de paja y desviaron el tráfico hacia la calle trasera. Cada vez que visitaba
al enfermo, el doctor Reynolds aparcaba el coche delante de nuestra casa, y luego seguía a pie. Jem
y yo nos arrastramos por el patio días y días. M final quitaron los caballetes, y nosotros nos
plantamos a mirar desde el porche de la fachada cuando mister Radley hizo su último viaje por
delante de nuestra casa.
–Allá va el hombre más ruin a quien Dios puso aliento en el cuerpo –murmuró Calpurnia,
escupiendo meditativamente al patio.
Nosotros la miramos sorprendidos, porque Calpurnia raras veces hacía comentarios sobre la
manera de ser de las personas blancas.
Los vecinos pensaban que cuando míster Radley bajara al sepulcro, Boo saldría, pero lo que
vieron fue otra cosa. El hermano mayor de Boo regresó de Pensacola y ocupó el puesto de míster
Radley. La única diferencia que había entre él y su padre era la edad. Jem decía que míster Nathan
también “compraba algodón”. Sin embargo, míster Nathan nos dirigía la palabra, al darnos los
buenos días, y a veces lo veíamos regresar de la población con una revista en la mano.
Cuanto más hablábamos a Dill de los Radley, más quería saber; cuantos más ratos pasaba de pie
abrazando el poste de la farola, más intrigado se sentía.
–Me gustaría saber qué hace allí dentro– solía murmurar–. Parece que, al menos, habría de
asomar la cabeza a la puerta.
–Sale, no cabe duda, cuando es negra noche –decía Jem–. Miss Stephanie dijo que una vez se
despertó a medianoche y le vio mirándola fijamente a través de la ventana... Dijo que era como si la
estuviese mirando una calavera. ¿No te has despertado nunca de noche y le has oído, Dill? Anda
así... –Y Jem arrastró los pies por la gravilla–. ¿Por qué te figuras que miss Rachel cierra con tanta
precaución por las noches? Muchas mañanas he visto sus huellas en nuestro patio, y una noche le oí
arañar la puerta vidriera de la parte de atrás, pero cuando Atticus llegó allí ya se había marchado.
–¿Qué figura debe de tener? –dijo Dill.
Jem le hizo una descripción aceptable de Boo. A juzgar por sus pisadas, Boo medía unos seis
pies y medio de estatura; comía ardillas crudas y todos los gatos que podía coger, por esto tenía las
manos manchadas de sangre... (Si uno se come un animal crudo, no puede limpiarse jamás la
sangre). Por su cara corría una cicatriz formando una línea quebrada; los dientes que le quedaban
estaban amarillos y podridos; tenía los ojos salientes, y la mayor parte del tiempo babeada.
–Probemos de hacerle salir –dijo Dill–. Me gustaría ver qué figura tiene.
Jem contestó que si Dill quería que le matasen, le bastaba con ir allá y llamar a la puerta.
Nuestra primera incursión se produjo únicamente porque Dill apostó El Fantasma Gris contra
dos Tom Swift de Jem a que éste no llegaría hasta más allá de la puerta del patio de los Radley. Jem
no había rechazado un desafío en toda su vida.
Jem lo pensó tres días enteros. Supongo que amaba el honor más que su propia cabeza, porque
Dill le hizo ceder fácilmente.
–Tienes miedo –le dijo el primer día.
–No tengo miedo, sino respeto –replicó él.
9Al día siguiente Dill dijo:
–Tienes demasiado miedo para poner ni siquiera el dedo gordo del pie en el patio de la fachada.
Jem dijo que se figuraba que no, que había pasado por delante de la Mansión Radley todos los
días de clase de su vida.
–Siempre corriendo –dije yo.
Pero Dill le cazó el tercer día, al decirle que la gente de Meridian no era, en verdad, tan miedosa
como la de Maycomb, y que jamás había visto personas tan medrosas como las de nuestra ciudad.
Esto bastó para que Jem fuese hasta la esquina, donde se paró, arrimado contra el poste de la luz,
contemplando la puerta del patio suspendida estúpidamente de su gozne de manufactura casera.
–Como es que te has grabado bien en la memoria que nos matará a todos sin dejar a uno, Dill
Harry –dijo Jem cuando nos reunimos con él–. No me eches las culpas cuando Boo te saque los
ojos. Recuerda que tú lo has empezado.
–Sigues teniendo miedo –murmuró Dill con mucha paciencia. Jem quiso que Dill supiese de una
vez para siempre que no tenía miedo a nada.
–Lo que sucede es que no se me ocurre una manera de hacerle salir sin que nos coja.
Además, Jem había de pensar en su hermanita.
Cuando pronunció estas palabras, supe que sí tenía miedo. Jem también había de pensar en su
hermanita aquella vez que yo le reté a que saltara desde el tejado de casa.
–Si me matase, ¿qué sería de ti? –me preguntó.
Luego saltó, aterrizó sin el menor daño, y su sentido de la responsabilidad le abandonó... hasta
encontrarse con el reto de la Mansión Radley.
–¿Huirás corriendo de un desafio? –le preguntó Dill–. Si es así, entonces...
–Uno ha de pensar bien estas cosas, Dill –contestó Jem–. Déjame pensar un minuto... Es una
cosa así como hacer salir una tortuga...
–¿Cómo se hace eso? –inquirió Dill.
–Poniéndole una cerilla encendida debajo.
Yo le dije a Jem que si prendía fuego a la casa de los Radley se lo contaría a papá. Dill dijo que
el encender una cerilla debajo de una tortuga era una cosa odiosa.
–No es odiosa; sirve simplemente para convencerla... No es lo mismo que si la asaras en el
fuego –refunfuñó Jem.
–¿Y cómo sabes que la cerilla no la hace sufrir?
–Las tortugas no sienten nada, estúpido –replicó Jem.
–Has sido tortuga alguna vez, ¿eh?
–¡Cielo santo, Dill! Ea, déjame pensar... Me figuro que podríamos amansarle...
Jem se quedó pensando tan largo rato que Dill hizo una pequeña concesión:
–Si subes allá y tocas la casa no diré que has huido ante un reto y te daré igualmente El
fantasma Gris.
A Jem se le iluminó el semblante.
–¿Tocar la casa? ¿Nada más?
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Harper Lee Matar a un ruiseñor
Dill asintió con la cabeza.
–¿Seguro que eso es todo, di? No quiero que te pongas a chillar una cosa diferente al minuto
mismo que regrese.
–Sí, esto es todo –contestó Dill–. Cuando te vea en el patio, saldrá probablemente a perseguirte;
entonces Scout y yo saltaremos sobre él y le sujetaremos hasta que podamos decirle que no vamos a
hacerle ningún daño.
Abandonamos la esquina, cruzamos la calle lateral que desembocaba delante de la casa de los
Radley y nos paramos en la puerta del patio.
–Bien, adelante –dijo Dill–. Scout y yo te seguiremos pisándote los talones.
–Ya voy, no me des prisa –respondió Jem.
Fue hasta la esquina de la finca, regresó luego, estudiando el terreno, como si decidiera la mejor
manera de entrar. Arrugaba la frente y se rascaba la cabeza.
Yo me reí de él en son de mofa.
Jem abrió la puerta de un empujón, corrió hacia un costado de la casa, dio un golpe a la pared
con la palma de la mano y regresó velozmente, dejándonos atrás, sin esperar para ver si su correría
había tenido éxito. Dill y yo le seguimos inmediatamente. A salvo en nuestro porche, jadeando sin
aliento, miramos atrás.
La vieja casa continuaba igual, caída y enferma, pero mientras mirábamos calle abajo nos
pareció ver que una persiana interior se movía. ¡Zas! Un movimiento leve, casi invisible, y la casa
continuó silenciosa.
Capítulo 2
Dill nos dejó en septiembre, para regresar a Meridian. Le acompañamos al autobús de las cinco,
y sin él me sentí desdichada hasta que pensé que transcurrida una semana empezaría a ir a la
escuela. En toda mi vida jamás he esperado otra cosa con tanto anhelo. Las horas del invierno me
habían sorprendido en la caseta de los árboles, mirando hacia el patio de la escuela, espiando las
multitudes de chiquillos con un anteojo de dos aumentos que Jem me había dado, aprendiendo sus
juegos, siguiendo la chaqueta encarnada de Jem entre el girar de los corros de la “gallina ciega”
compartiendo en secreto sus desdichas y sus pequeñas victorias. Ansiaba reunirme con ellos.
Jem condescendió en llevarme a la escuela el primer día, tarea que gentilmente hacen los padres
de uno, pero Atticus había dicho que a mi hermano le encantaría enseñarme mi clase. Creo que en
esta transacción algún dinero cambió de manos, porque mientras doblábamos al trote la esquina de
más allá de la Mansión Radley, oí un tintineo nada familiar en los bolsillos de Jem. Ya en los límites
del patio de la escuela, cuando disminuimos la marcha y nos pusimos al paso, él tuvo buen cuidado
de explicarme que durante las horas de clase no debía molestarle. No me acercaría para pedirle que
representásemos un capítulo de Tarzán y el hombre de las hormigas, ni para sonrojarle con
referencias a su vida privada, ni tampoco andaría tras él durante el descanso del mediodía. Yo me
quedaría con los del primer grado y él permanecería con los del quinto. En resumen, tenía que
dejarle en paz.
–¿Quieres decir que ya no podremos jugar más? –le pregunté.
–En casa haremos lo mismo de siempre –me contestó–, pero tú verás que la escuela es diferente.
Lo era, en verdad. Antes de que terminase la primera mañana, miss Caroline Fisher, nuestra
maestra, me arrastró hacia la parte delantera de la sala y me pegó en la palma de la mano con su
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Harper Lee Matar a un ruiseñor
regla; luego me hizo quedar de pie en el rincón hasta el mediodía.
Miss Caroline no pasaba de los veintiún años. Tenía el cabello pardo-rojizo brillante, las mejillas
rosadas y se pintaba con esmalte carmesí las uñas. Llevaba también zapatos de tacón alto y un
vestido a rayas encamadas y blancas. Tenía el aspecto y el perfume de una gota de menta. Se
alojaba al otro lado de la calle, una puerta más abajo que nosotros, en el cuarto delantero del piso
superior de miss Maudie Atkinson. Cuando miss Maudie nos la presentó, Jem vivió en la luna
durante días.
Miss Caroline escribió su nombre en la pizarra y dijo:
–Esto dice que soy miss Caroline Fisher. Soy del norte de Alabama, del condado de Winston.
La clase murmuró con aprensión, temiendo que poseyera algunas de las peculiaridades propias
de aquella región. (Cuando Alabama se separó de la Unión, el 11 de enero de 1861, el Condado de
Winston se separó de Alabama, y todos los niños de Maycomb lo sabían). Alabama del Norte estaba
llena de magnates de los licores, fabricantes de whisky, republicanos, profesores y personas sin
abolengo.
Miss Caroline empezó el día leyéndonos una historia sobre los gatos. Los gatos sostenían largas
conversaciones unos con otros, llevaban unos trajecitos monos y vivían en una casa calentita debajo
de la estufa de la cocina. Por el tiempo en que la Señora Gata llamaba a la tienda pidiendo un envío
de ratones de chocolate malteados, la clase estaba en agitación como un cesto de gusanos. Miss
Caroline parecía no darse cuenta de que los andrajosos alumnos de la primera clase, con camisas de
trapo y faldas de tela de saco, muchos de los cuales habían cortado algodón y cebado puercos desde
que supieron andar, eran inmunes a la literatura de imaginación. Miss Caroline llegó al final del
cuento y exclamó:
–Oh, qué bien! ¿No ha sido bonito?
Luego fue a la pizarra y escribió el alfabeto con enormes letras mayúsculas de imprenta.
Después se volvió hacia la clase y preguntó:
–¿Sabe alguno lo que son?
Casi todo el mundo lo sabía. la mayoría del primer grado estaba allí desde el año anterior, por no
haber podido pasar al segundo.
Supongo que me escogió a mí porque conocía mi nombre. Mientras yo leía el alfabeto una leve
arruga apareció entre sus cejas, y después de haberme hecho leer gran parte de Mis Primeras
Lecturas y los datos del mercado de Bolsa del The Mobile Register en voz alta, descubrió que yo
era letrada y me miró con algo más que un leve desagrado. Miss Caroline me pidió que le dijese a
mi padre que no me enseñase nada más, pues ello podía ser incompatible con las clases.
–¿Enseñarme? –exclamé sorprendida– Mi padre no me ha enseñado nada, miss Caroline. Atticus
no tiene tiempo para enseñarme nada. ¡Caramba!, por la noche está tan cansado que no hace otra
cosa que sentarse en la sala y leer.
–Si no te enseñó él, ¿quién ha sido? –preguntó miss Caroline de buen talante–. Alguno habrá
sido. Tú no naciste leyendo The Mobile Register.
–Jem dice que sí. Jem leyó un libro en el que yo era una Bullfinch en lugar de una Finch1
. Jem
dice que mi verdadero nombre es Jean Louise Bullfinch, y que cuando nací me cambiaron y que en
realidad soy una...
Miss Caroline pensó, por lo visto, que mentía.
1 Para que se comprenda bien la pequeña manía de grandeza que hay en esa fantasía infantil, diremos que Finch
significa "pinzón" y Bullfinch "pinzón real". (N. del T.)
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–No nos dejemos arrastrar por la imaginación, querida mía –dijo–. Y ahora dile a tu padre que
no te enseñe nada más. Es mejor empezar a estudiar con una mente fresca. Dile que de ahora en
adelante me encargo yo y que trataré de corregir el mal...
–¿Señora...?
–Tu padre no sabe enseñar. Ahora puedes sentarte.
Murmuré que lo sentía y me retiré meditando mi crimen. Yo no aprendí intencionalmente a leer,
pero, no sé cómo, me había encenagado ilícitamente en los periódicos diarios. En las largas horas en
el templo... ¿Fue entonces cuando aprendí? No podía recordar una época en que no supiera leer los
himnos. Ahora que me veía obligada a pensar en ello, el leer era cosa que sabía, naturalmente, lo
mismo que el abrocharme las posaderas de mi pelele sin mirar atrás, o el terminar haciendo dos
lazos con una maraña de cordones de zapato. No podía recordar cuándo las líneas de encima del
dedo en movimiento de Atticus se separaron en palabras; sólo sabía que las contemplé todas las
veladas que recordaba, escuchando las noticias del día, los proyectos que había que elevar a Leyes,
los diarios de Lorenzo Dow..., todo lo que Atticus estuviera leyendo cuando yo trepaba a su regazo
cada noche. Hasta que temí perderlo, jamás me embelesó el leer. A uno no le embelesa el respirar.
Comprendí que había disgustado a miss Caroline, de modo que dejé la cosa como estaba y me
puse a mirar por la ventana hasta el descanso, en cuyo momento Jem me sacó de la nidada de
alumnos del primer grado, en el patio de la escuela. Jem me preguntó qué tal me desenvolvía. Yo se
lo expliqué.
–Si no tuviera que quedarme, me marcharía, Jem, esa maldita señorita dice que Atticus me ha
enseñado a leer y que debe dejar de enseñarme...
–No te apures, Scout –me reconfortó él–. Nuestro maestro dice que miss Caroline está
introduciendo una nueva manera de enseñar. La aprendió en la Universidad. Pronto la adoptarán
todos los grados. Según este estilo uno no ha de aprender mucho de los libros. Es como, por
ejemplo, si quieres saber cosas de las vacas, vas y ordeñas una, ¿comprendes?
–Sí Jem, pero yo no quiero estudiar vacas, yo...
–Claro que sí. Uno ha de saber de las vacas, forman una gran parte de la vida del Condado de
Maycomb.
Me contenté preguntándole si había perdido la cabeza.
–Sólo trato de explicarte la nueva forma que han implantado para enseñar al primer grado,
tozuda. Es el Sistema Decimal de Dewey.
Como no había discutido nunca las sentencias de Jem, no vi motivo para empezar ahora. El
Sistema Decimal de Dewey consistía, en parte, en que miss Caroline nos presentara cartulinas en las
que había impresas palabras: “el”, “gato”, “ratón” “hombre” y “tú”. No parecía que esperase ningún
comentario por nuestra parte, y la clase recibía aquellas revelaciones impresionistas en silencio. Yo
me aburría, por lo cual empecé una carta a Dill. Miss Caroline me sorprendió escribiendo y me
ordenó que dijese a mi padre que dejara de enseñarme.
–Además –dijo–, en el primer grado no escribimos, hacemos letra de imprenta. No aprenderás a
escribir hasta que estés en el tercer grado.
De esto tenía la culpa Calpurnia. Ello me libraba de volverla loca los días lluviosos, supongo.
Me ordenaba escribir el alfabeto en la parte de arriba de una tablilla y copiar luego un capitulo de la
Biblia debajo. Si reproducía su caligrafía satisfactoriamente, me recompensaba con un sandwich de
pan, manteca y azúcar. La pedagogía de Calpurnia estaba libre de sentimentalismos; raras veces la
dejaba complacida, y raras veces me premiaba
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